Manuel Carrasco Durán - El debate entre libertad y la seguridad, a través de la legislación antiterrorista aprobada tras el 11-S

Manuel Carrasco Durán
Profesor titular de Derecho Constitucional
Universidad de Sevilla

El debate sobre política antiterrorista es siempre, antes de cualquier otra consideración, un debate sobre los principios. Sobre los principios de libertad y seguridad, en cuanto nos obliga a preguntarnos qué límites a la libertad de los ciudadanos son admisibles con el fin de reforzar la seguridad pública frente al peligro que supone la acción de organizaciones terroristas. Y, asimismo, sobre los derechos fundamentales, en los cuales se concretan las garantías de la libertad en el Estado constitucional. En definitiva, el debate sobre política antiterrorista termina siendo un debate sobre los límites a la libertad, en general, y a los derechos fundamentales, más concretamente, que son admisibles en el marco del Estado de Derecho, en aras de la búsqueda de la seguridad pública.

La discusión suele plantearse en términos de contraposición entre libertad y seguridad. Desde esta perspectiva, sería necesario aceptar la limitación de determinados derechos fundamentales para dotar de instrumentos al Estado con las que prevenir o perseguir eficazmente a los autores de acciones vinculadas, directa o indirectamente, al terrorismo. Sin embargo, esta forma de afrontar el debate no es correcta. Libertad y seguridad son valores que, en el Estado constitucional, van unidos . Por una parte, la consolidación de un espacio de seguridad proporciona el marco necesario para que las personas pueden ejercer sus derechos fundamentales con plena libertad. En efecto, la libertad requiere ausencia de miedo.

Ahora bien, por otra parte, los límites a los derechos fundamentales, en el marco de la lucha contra el terrorismo, solamente son admisibles en tanto no constituyan un peligro para los elementos que se erigen en señas de identidad del Estado de Derecho, y, entre ellos, el respeto a la Constitución, a los derechos fundamentales y al resto del ordenamiento jurídico, lo que exige, a su vez, la facultad de demandar ante tribunales independientes la reparación de cualquier vulneración del ordenamiento debida a actuaciones de los agentes de la Administración. Paradójicamente, los límites a la libertad, en nombre de la seguridad, solamente son admisibles en tanto contribuyan realmente a asegurar el espacio para que la libertad de las personas sea efectiva. Se trata, pues de un camino de ida y vuelta, en el que la libertad es punto de partida y meta. Los límites a los derechos fundamentales que los anulen, que sometan su ejercicio a condiciones excesivamente onerosas o que conlleven excesos cuya aportación sea insignificante, en términos de eficacia, a la lucha contra el terrorismo, pierden el objetivo que los legitima, que no es otro que el de asegurar el espacio en el que las personas puedan ejercer sus derechos en libertad.

A mi juicio, lo más significativo de la legislación antiterrorista aprobada en Estados Unidos y en otros países con posterioridad al 11 de septiembre de 2001 ha sido una sobreestimación del valor de la seguridad, dejando a un lado el otro término necesario en la ponderación, es decir, el valor de la libertad. Los atentados contra las Torres Gemelas provocaron una psicosis colectiva que parecía legitimar cualesquiera tipos de limitaciones a los derechos en aras de la prevención y el castigo de acciones terroristas. Una psicosis colectiva generada por la carga mortífera de los atentados contra las Torres Gemelas, la repercusión mediática de dichos atentados y el hecho de revelar la existencia de un nuevo terrorismo, de dimensiones globales, que desbordaba el ámbito nacional en el que habitualmente se habían desenvuelto hasta entonces las acciones de los grupos terroristas, que aprovechaba para esquivar la acción preventiva de los cuerpos de seguridad las facilidades que le brindaban las nuevas tecnologías y cuyos agentes podían estar integrados en la sociedad y pasar desapercibidos.

Ese estado de psicosis colectiva y de sobreestimación del valor de la seguridad ha provocado las consecuencias que son conocidas. La realidad más llamativa se encuentra en la situación de los detenidos en la base de Guantánamo. La Military Order de 13 de noviembre de 2001, Detention, Treatment and Trial of Certain Non-Citizens in War Against Terrorism, autorizó la detención de cualquier extranjero respecto del que hubiera «razón para creer» que era miembro de Al Qaeda, o estaba implicado de cualquier forma en actos de terrorismo internacional con efectos adversos para los Estados Unidos, sus ciudadanos, su seguridad nacional, su política exterior o su economía, o hubiera frecuentado conscientemente a individuos en los que se dieran tales circunstancias, y «fuera del interés de los Estados Unidos» que estuvieran sometidos a dicha orden. En definitiva, la Orden configuró una modalidad de detención basada en causas extremadamente genéricas, que abrían un enorme ámbito de discrecionalidad para las autoridades. Una detención que podía ser mantenida indefinidamente, sin cargos, sin derecho a asistencia letrada y sin posibilidad de solicitar su revisión. Los detenidos, además, debían ser juzgados por unas Comisiones Militares mediante un proceso en el que sus garantías quedaban seriamente disminuidas .

Sin embargo, las consecuencias del 11-S para la eficacia de los derechos fundamentales se han dejado sentir en muchos países y en muchos ámbitos, más allá de Guantánamo. En los Estados Unidos, la USA PATRIOT Act configuró una modalidad de detención administrativa que podía ser aplicada a cualquier extranjero implicado en acciones terroristas o en cualquier otra actividad que pusiera en peligro la seguridad nacional, y que potencialmente podía convertirse en detención indefinida . Esta norma, además, estableció, entre otras, diversas medidas para el control de las comunicaciones . En el Reino Unido, la Anti-terrorism, Crime and Security Act, de 13 de diciembre de 2001, autorizaba la emisión de certificados dirigidos a personas de nacionalidad no británica sospechosas de constituir un riesgo para la seguridad nacional o de ser terroristas, los cuales podían conllevar la denegación del permiso para entrar en el Reino Unido o la deportación, entre otras consecuencias, admitía la detención indefinida de cualquier persona calificada como sospechosas de ser un terrorista internacional en determinadas circunstancias y limitaba las facultades de los abogados defensores de acceder a las pruebas contra los inculpados en estos casos. En países como Reino Unido, Francia, Canadá o la India, se extendió el plazo máximo de detención, en algunos casos sin asistencia de abogado. Y, en general, en los Estados citados y en muchos Estados de la Unión Europea se ha asistido a un proceso de endurecimiento de las penas por delitos de terrorismo, de disminución de las garantías de la asistencia letrada en caso de detención y de disminución o quiebra de las garantías del proceso .

En fin, el 11-S significó un tsunami que, en muchos países, barrió las garantías de los derechos fundamentales, en materias como el plazo máximo de detención, las garantías de asistencia letrada al detenido, los límites a la intervención de las comunicaciones y las garantías del proceso, en el caso de personas implicadas en acciones terroristas o meramente sospechosas de estar implicadas en tales peligros o de entrañar un riesgo para la seguridad nacional. Hoy en día, la ola del tsunami se ha retirado y, con el tiempo, se han mitigado algunas de las consecuencias más extremadas de las medidas que sucedieron inmediatamente a los atentados del 11-S. Por ejemplo, en el Reino Unido, el sistema de los certificados fue sustituido por el de las llamadas órdenes de control, reguladas en la Prevention of Terrorism Act, de 11 de marzo de 2005, las cuales, a su vez, han sido sustituidas por las TPIM notice, previstas en la Terrorism, Prevention and Investigation Measures Act, de 14 de diciembre de 2011, que permiten al Secretario de Estado imponer medidas específicas de prevención e investigación sobre un individuo cuando hay una creencia razonable de que está o ha estado implicado en actividades relacionadas con el terrorismo, y que tienen una duración máxima de dos años y están sometidas a control judicial; además, el período máximo de detención, que se situó en veintiocho días para los sospechosos de terrorismo bajo la Terrorism Act, de 30 de marzo de 2006, ha sido reducido a catorce días a partir del 25 de enero de 2011.

Asimismo, se han derogado determinadas previsiones de la USA PATRIOT Act consideradas originalmente como provisionales, si bien otras han sido confirmadas como definitivas tras ser sometidas a ciertos cambios y algunas de sus previsiones clave han venido siendo objeto de sucesivas prórrogas de vigencia . Por otra parte, tras diversas modificaciones normativas destinadas a crear una limitada posibilidad de que los detenidos en la base de Guantánamo pudieran solicitar la revisión de su situación mediante unos tribunales especiales , ya bajo el mandato del presidente Obama se han aprobado normas para prohibir el uso de técnicas de interrogatorio particularmente agresivas, que incluían prácticas de tortura, para clausurar los centros secretos de detención de la CIA y para dotar de mayores garantías a los procedimientos ante las comisiones militares de la base de Guantánamo , entre otras medidas .

De igual forma, los órganos judiciales, al revisar la legislación antiterrorista, han reaccionado frente a algunas concretas medidas incluidas en dicha legislación. Seguramente, las sentencias más célebres sean las relativas al caso Boumediene v. Bush en Estados Unidos, a la suspensión de la aplicación del artículo 5 del Convenio Europeo de Derechos Humanos en el Reino Unido, al caso Charkaoui v. Canada y al caso A y otros c. Reino Unido, resuelto este último por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, si bien existen otras resoluciones judiciales que, junto con las anteriores, forman un importante cuerpo de jurisprudencia que ha interpretado y, en algunos casos, considerado contrarias a la Constitución algunas de las normas relativas a política antiterrorista aprobadas en los años posteriores a los atentados del 11-S, tanto en los países citados, como en otros, por ejemplo, Francia, Alemania o India .

Con todo, al igual que la marea del tsunami, cuando se retira, deja un rastro de destrucción, también, tras el reflujo de las medidas adoptadas inmediatamente después del 11-M, ha quedado una legislación que se caracteriza por: a) la restricción de determinados derechos, como las garantías frente a detenciones arbitrarias y el secreto de las comunicaciones; b) la concesión de amplios márgenes de discrecionalidad a las fuerzas de policía para la aplicación de medidas limitativas de derechos; c) una restricción de las garantías procesales. Además, la línea general de sobreestimación del valor de la seguridad permanece, como muestra la reciente aprobación en Canadá de la Combating Terrorism Act .

Ante todo, la política de primar por encima de todas las consideraciones la búsqueda de la seguridad resulta frustrante por varias razones. Ninguna previsión normativa, por dura que sea, puede evitar el riesgo de que se produzcan acciones de grupos terroristas. Más aún, el incremento de la dureza de las previsiones normativas, más allá de un cierto punto, no se ve compensado por un correlativo aumento de la eficacia en la lucha contra el terrorismo. Esta política, en definitiva, despeja el camino para una línea de limitaciones a los derechos fundamentales que, potencialmente, no tiene fin, ya que el objetivo de la seguridad al cien por cien es inalcanzable. Por otra parte, el respeto a los derechos fundamentales puede entrañar ciertos riesgos, pero constituye un elemento identificativo esencial e irrenunciable del Estado de Derecho. Es necesario, por tanto, introducir en el razonamiento las consideraciones relativas al respeto a los derechos fundamentales, esto es, a la libertad, para abordar la difícil, pero necesaria, tarea de encontrar un equilibrio entre los dos polos del debate, esto es, libertad y seguridad, o, en otras palabras, respeto a los derechos fundamentales y eficacia de la lucha antiterrorista.

Ante esto, la gran pregunta es dónde colocar el fiel de la balanza entre los valores de seguridad y de libertad, o, dicho de otra forma, dónde situar el límite en el que la búsqueda de la seguridad lleva a extralimitaciones que no encuentran base suficiente para justificarlas.

Esta pregunta, a su vez, remite a la cuestión sobre cuál es el marco jurídico en el que deben encuadrarse las medidas antiterroristas. Rosenfeld ha señalado que el terrorismo supone un fenómeno específico, cuyo tratamiento no puede ser llevado a cabo ni desde el paradigma del estado de guerra, ni desde el paradigma de los estados de excepción, ni desde el paradigma de los clásicos poderes policía .

El terrorismo embarcaría al Estado en un escenario distinto, que podemos denominar, siguiendo también a Rosenfeld, como un estado de tensión. Una situación que no supone una amenaza para la existencia del Estado similar a la que deriva del ataque organizado de un Estado extranjero y que no constituye una amenaza de desestabilización de las instituciones como la que caracteriza a los estados de excepción en su configuración más clásica, pero que somete al Estado a una tensión permanente, al ponerlo ante la necesidad de hacer frente a acciones planeadas y llevadas a cabo de forma organizada, que tienen el potencial de generar graves daños a las personas y a sus bienes, cuyas víctimas son escogidas de manera aleatoria, lo que incrementa la sensación de inseguridad que producen, cuyos autores se desenvuelven en la clandestinidad y que discuten la característica más singular del Estado, como es la capacidad para monopolizar el ejercicio legítimo de la fuerza.

Por tanto, tratamos de un tipo de acción delictiva que requiere instrumentos de prevención y de reacción que rebasan el campo de los poderes de policía normales y que pueden suponer una limitación de algunos derechos fundamentales, pero que, por otra parte, solo encuentran sentido, en primer lugar, cuando no suponen la negación de los derechos característicos del Estado constitucional, y, en segundo lugar, cuando realmente aporten algún tipo de eficacia adicional a la lucha antiterrorista.

En primer lugar, debe recordarse que la lucha antiterrorista se hace en nombre de la libertad, lo que significa que constituye un instrumento para asegurar el disfrute en paz de los derechos fundamentales por parte de la sociedad. Desde esta perspectiva, deben rechazarse medidas que supongan, precisamente, la liquidación de la efectividad de determinados derechos fundamentales con el pretexto de la lucha antiterrorista, o bien que sometan el ejercicio de tales derechos a límites y condiciones que los hagan inoperantes. Este tipo de medidas son contradictorias, así pues, con la propia esencia del Estado de Derecho. El Estado democrático no puede admitir «un poco de tortura », y lo mismo puede extenderse a otras medidas que anulan, de iure o de facto, la eficacia de otros derechos fundamentales.

La situación en la base de Guantánamo, con una serie de personas sometidas a detención indefinida y sin cargos, bajo sospechas muy difusas, en ocasiones motivadas solamente por haberse relacionado con sospechosos de estar involucrados en actividades terroristas o contrarias a la seguridad de Estados Unidos, en otras ocasiones tras haber sido inculpados sobre la base de pruebas obtenidas mediante prácticas de tortura o tratos inhumanos o degradantes y sin asistencia jurídica, constituye el tipo de escenario que no debería permitir un Estado democrático . Igualmente, prácticas como la privación de procesos o recursos eficaces para recurrir las detenciones ante órganos jurisdiccionales, la admisión de la posibilidad de detenciones indefinidas, la exclusión de la asistencia de abogado al detenido, la privación del acceso a los elementos de prueba aducidos como base para la detención o la privación de un juicio con todas las garantías conllevan la negación de determinados derechos fundamentales y socavan, por ello, principios básicos del Estado de Derecho.

Y, por cierto, en la misma situación nos encontramos con respecto a los casos de detenidos que dicen haber sufrido torturas o tratos inhumanos o degradantes y cuyas denuncias no son investigadas por los órganos judiciales, como, en relación con nuestro país, han tenido ocasión de señalar tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Al admitir medidas que suponen la negación de derechos fundamentales, o al no investigarlas conforme a las normas procesales, el Estado socava la legitimidad de su lucha contra el terrorismo, que proviene de actuar en el marco de la constitucionalidad y la legalidad y con el único fin de reforzar la protección de los derechos fundamentales de la ciudadanía, en general.

En segundo lugar, existen medidas limitativas de derechos fundamentales reguladas en la normativa correspondiente con un extremado rigor y que, sin embargo, no aportan a la lucha contra el terrorismo un grado adicional de eficacia que compense la consiguiente merma de los derechos fundamentales de la persona detenida . Por ejemplo, los supuestos de detenciones indefinidas, de privación de asistencia letrada durante la detención o de privación de las garantías inherentes a un proceso justo, previstos, como hemos examinado, en la normativa de algunos países como reacción al 11-S, añaden poco, en términos de eficacia, a las investigaciones relacionadas con actos terroristas, y, sin embargo, conllevan, junto a un sacrificio desproporcionado de determinados derechos fundamentales, la posibilidad de que se cometan errores en la identificación de las personas involucradas en actividades terroristas que, finalmente, pueden acabar entorpeciendo la marcha de concretas investigaciones .

Igualmente, la extensión de la detención durante períodos de tiempo prolongados (noventa días, prorrogables por períodos de seis meses, en Estados Unidos, bajo la USA PATRIOT Act; veintiocho días en el Reino Unido bajo la Terrorism Act de 30 de marzo de 2006; noventa días con posible prórroga hasta ciento ochenta días en la India, bajo la Unlawful Activities (Prevention) Amendment Act de 17 de diciembre de 2008 ) tampoco parece que aporte una utilidad a la lucha contra el terrorismo que compense el correlativo agravamiento de la situación del detenido. Compárese, por ejemplo, con la experiencia española, en la que el plazo máximo de detención de setenta y dos horas, más la prórroga de cuarenta y ocho horas prevista en el artículo 520 bis de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, no parecen haber mermado la eficacia de las investigaciones relativas a la implicación de los detenidos en actividades terroristas .

Finalmente, desde la perspectiva de la eficacia de la acción terrorista, las medidas antiterroristas negadoras de derechos fundamentales o claramente desproporcionadas pueden resultar contraproducentes. Este tipo de medidas, como hemos señalado anteriormente, pueden provocar la comisión de errores en la identificación de personas involucradas en actividades terroristas que, normalmente, obstaculizan la marcha de las investigaciones. Por otra parte, la consiguiente, y justificada, reacción de los tribunales, tanto los nacionales como los internacionales, frente a tales medidas puede conllevar complicaciones que traban la eficacia de la lucha contra las acciones terroristas y que sería conveniente evitar.

Nuevamente, el centro de detención de la base de Guantánamo es el ejemplo de lo que venimos diciendo. Una medida claramente desproporcionada, como la detención indefinida y sin cargos de una serie de personas, sometidas a tortura o tratos inhumanos o degradantes, en una prisión militar, ha provocado un problema que no tiene solución. Resulta evidente que los detenidos no pueden ser mantenidos indefinidamente en dicha situación, pero, al mismo tiempo, sucede también que las pruebas que sostienen a ojos de la Administración la detención de algunos de aquellos han sido conseguidas en condiciones que las invalidarían ante cualquier órgano judicial. Se ha creado, así, un laberinto jurídico que viene consumiendo esfuerzos personales y económicos de la Administración estadounidense y que solamente se mantiene a costa de cerrar los ojos ante la existencia de 166 personas mantenidas en un limbo jurídico y en condiciones que dudosamente respetan un mínimo de dignidad .

En definitiva, la experiencia muestra que en la lucha contra el terrorismo, no hay atajos, y que cuando el Estado busca atajos, se arriesga a entrar en caminos llenos de vericuetos, que terminan complicando la acción antiterrorista y que, además, contradicen los principios fundamentales del Estado de Derecho en los cuales se funda la legitimidad de las acciones de prevención y sanción de actos terroristas.

Los límites a los derechos fundamentales en materia antiterrorista solamente son admisibles en la medida en que, realmente, contribuyan al logro de la seguridad pública de una manera proporcionada al sacrificio de los derechos fundamentales que comportan y no desnaturalicen los derechos a los que afecten. Obviamente, resulta imposible establecer a priori dónde se halla el punto de equilibrio entre la garantía de la libertad y las exigencias de la seguridad que deben respetar las medidas antiterroristas, entre el respeto a los derechos fundamentales y la eficacia de la acción antiterrorista. Ese punto de equilibrio debe examinarse en el marco de una ponderación caso por caso , conforme a las circunstancias propias de cada momento. En todo caso, la política antiterrorista debe mantenerse dentro de los márgenes aceptados en el marco de la interpretación de la Constitución , y ello exige, en primer lugar, no vaciar de contenido o privar de eficacia derechos fundamentales que constituyen principios básicos del Estado de Derecho, y, en segundo lugar, evitar medidas que suponen una limitación desproporcionada de determinados derechos fundamentales sin añadir eficacia en grado apreciable a la lucha contra el terrorismo. En definitiva, se debe mantener el marco general de respeto a los derechos fundamentales que define al Estado de Derecho, sin perjuicio de las necesarias adaptaciones motivadas por la necesidad de asegurar la eficacia de la acción antiterrorista del Estado.

La reacción del Estado español frente al atentado del 14 de marzo de 2004 es una muestra de actuación adecuada conforme a criterios constitucionales. Los implicados en acciones terroristas de enorme gravedad fueron tratados conforme a la normativa preexistente, que incluye algunas previsiones específicas de suspensión de derechos para los implicados en la acción de bandas armadas y grupos terroristas, y fueron enjuiciados por el tribunal predeterminado por la ley y con las garantías previstas en las normas procesales. Se trata de un ejemplo que muestra cómo el respeto a los derechos fundamentales no tiene por qué mermar la eficacia de la acción del Estado en la averiguación de los hechos y en la persecución y sanción de los culpables. Probablemente, si se hubiera aplicado una normativa de excepción a los implicados en tales actos, las complicaciones jurídicas y prácticas habrían lastrado la persecución de los implicados en tales acciones y su enjuiciamiento, sin aumentar la eficacia de la acción del Estado.