Miguel Revenga Sánchez - El razonamiento judicial y la mirada del Juez (a propósito de la sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos, de 12 de junio de 2008, en el caso Boumediene et. Al contra Bush)

Sr. D. Miguel Revenga Sánchez. Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Cádiz

El 12 de junio de 2008, el Tribunal Supremo norteamericano hizo pública la Sentencia del caso Boumediene et al. contra Bush. Se trata de la última (por el momento) de las grandes decisiones del alto tribunal que afectan directa y medularmente a la política antiterrorista diseñada por la Administración Bush en respuesta a los ataques del 11 de septiembre, una saga que comenzó con las dictadas en junio de 2004 en los casos Hamdi et al. contra Rumsfeld, Rumsfeld et al. contra Padilla, y Rasul et al. contra Bush. Los tres casos recién citados, al igual que Boumediene, versan sobre la medida en que la garantía constitucional del habeas corpus es aplicable a los demandantes, todos ellos detenidos a raíz del 11-S, y bajo custodia de las autoridades norteamericanas en el momento de plantear sus demandas. Pero los tres casos tienen importantes factores diferenciales. Hamdi se centra en las garantías de un ciudadano norteamericano capturado en Afganistán y enviado, sucesivamente, a Guantánamo y a una prisión de Carolina del Sur; Padilla versa sobre cuál es el tribunal competente para conocer acerca de las pretensiones de un ciudadano igualmente norteamericano, pero detenido y preso en el suelo de los Estados Unidos; y Rasul se refiere a las garantías de determinados internos en Guantánamo que carecían de la ciudadanía norteamericana. Hasta Boumediene, estos tres casos de 2004 eran, junto a Hamdam contra Rumsfeld (fallado en junio de 2006), los casos de referencia en la materia y, como tales, están en el trasfondo de un agrio debate doctrinal cuyo objeto no es otro, una vez más, que el del lugar y las responsabilidades constitucionales que corresponden, respectivamente, en el escenario político abierto tras los atentados del 11 de septiembre, al Presidente de los Estados Unidos, al Congreso y al Tribunal Supremo, esto es, a las tres “ramas del gobierno” cuya separación y sistema de relaciones son, junto a la división territorial del poder, los argumentos principales del texto de 1787.

Pero aparte del debate doctrinal sobre las implicaciones de la posición del Presidente como “Comandante en jefe” y sobre la pertinencia de hacer un uso más o menos incisivo de la facultad de revisión judicial de la ley frente a éste y el Congreso, el diseño de la política antiterrorista está dando lugar en los Estados Unidos a una efectiva confrontación entre los tres poderes, en el medio del cual cada uno de ellos emplea su autoridad constitucional para imprimir un sesgo característico a lo que podríamos llamar, tomada en su conjunto, la respuesta norteamericana al desafío del terrorismo. Desde la famosa Ley Patriótica, con sus disposiciones a término (sunset provisions), que han sido objeto de prórroga, derogación o confirmación definitiva por parte del Congreso, hasta la decisión del Tribunal Supremo en Boumediene, discurre un hilo de continuidad cuyos episodios más relevantes son consecuencia de unos “turnos” jugados sucesivamente por las ramas políticas y por la rama judicial: a la ansiedad garantista mostrada por el Tribunal Supremo de manera cada vez más ambiciosa, el Presidente ha respondido con estrategias (que han recibido el respaldo de la mayoría del Congreso) concebidas para “circunvalar” las tachas de inconstitucionalidad y los reparos afirmados o dejados entrever por el Tribunal Supremo, en decisiones tortuosas y marcadas por la divisoria profunda entre jueces liberales y jueces conservadores. En 2005, y como respuesta a la decisión Rasul, la Ley sobre el trato de los detenidos (Detainee Treatment Act) otorgó ciertas garantías procesales a los detenidos en Guantánamo, una especie de sucedáneo de la garantía constitucional del habeas corpus, completada con la creación a instancias del Departamento de Defensa (como respuesta a Hamdi) de unas Comisiones Judiciales Militares para la Revisión del Estatuto de Combatiente Enemigo (Combatant Status Review Tribunals). Pero en el caso Hamdam contra Rumsfeld, fallado en junio de 2006, el Tribunal Supremo decidió que el Ejecutivo, por sí solo, carecía de autoridad constitucional para poner en pie un sistema de (seudo) reconocimiento de las garantías de los presos, que no cuadraba con el estatuido en el Código de Justicia Militar (Uniform Code of Military Justice), ni era respetuoso con las normas de los Convenios de Ginebra de 1949, sobre derechos de los presos de guerra. La respuesta a Hamdam fue la inmediata aprobación por el Congreso de una ley, la Military Commissions Act, que conserva en lo sustancial el sistema de revisión judicial diseñado ex profeso por la Administración Bush para “ajustar” la exigencia constitucional de control judicial sobre las decisiones que conllevan privación de libertad del individuo a las necesidades de la (llamada) “guerra contra el terrorismo”.

Lo que el Tribunal Supremo accedió a decidir en Boumediene es si tales ajustes eran constitucionalmente legítimos, esto es, si entre la plenitud de las garantías establecidas en la Constitución, y la aplicación sui generis de las mismas por razón de las características personales de quienes pretenden acogerse a ellas (falta de ciudadanía y/o apresamiento en combate contra los Estados Unidos), o por razón del lugar en el que permanecen privados de libertad (territorio sometido a la soberanía de iure de otro Estado), caben situaciones intermedias, como las diseñadas, bajo el impulso de concretas decisiones judiciales, por la Ley de las Comisiones Militares. La respuesta de la mayoría de los jueces del Tribunal Supremo en Boumediene – por los cinco votos del magistrado ponente, Kennedy, más los de Stevens, Souter, Ginsburg y Breyer, contra los cuatro del Chief Justice Roberts más los de Scalia, Thomas y Alito – es ahora que tertium non datur: los detenidos en Guantánamo tienen derecho a la plenitud de una garantía como la del habeas corpus, central en el esquema constitucional originario, y reforzada mediante la Suspensión Clause del artículo I, Sección 9, Apartado b de la Constitución (“El privilegio del procedimiento de habeas corpus no se suspenderá sino en aquellos casos en los que, por razón de rebelión o invasión, la seguridad pública así lo exija”), lo cual lleva a que el Tribunal declare la inconstitucionalidad de aquella parte de la ley sobre el trato de los detenidos (concretamente el § 7 de la misma) en la que se excluye la competencia de los jueces federales para conocer acerca de las peticiones de habeas formuladas por los presos a quienes las Comisiones Militares hubiesen confirmado como combatientes enemigos.

Con los votos concurrentes y discrepantes, la Sentencia Boumediene ocupa 126 páginas del repertorio, a lo largo de las cuales la mayoría y la minoría van desgranando sus argumentos, dirigidos, sobre todo – tal cual es característico del modo de revisión practicado en un sistema judicialista como el norteamericano – a descubrir al lector las razones por las que procede desvincularse, o seguir a pies juntillas, los precedentes del propio Tribunal. En la opinión de la mayoría vemos así aparecer nada menos que Marbury, para repudiar que el Ejecutivo pueda decidir a su antojo cuándo la Constitución se aplica o no se aplica; y en dicha opinión, y en la de la minoría discrepante, se analizan minuciosamente, y hasta la saciedad, los argumentos del Tribunal en Johnson contra Eisentrager, un caso de 1950, en el que el Tribunal Supremo decidió que la jurisdicción del habeas corpus no era aplicable a los prisioneros de guerra internos en la prisión de Landsberg (Alemania) al término de la Segunda Guerra Mundial. En el análisis de la mayoría, prevalecen, como es lógico, los factores que hacen diferente la situación de los prisioneros en Guantánamo, entre otras razones porque no se da la relevancia que el voto particular de Scalia, y de quienes le siguen, pretende dar al emplazamiento físico del tristemente célebre enclave situado en suelo cubano: “las cuestiones de aplicación extraterritorial han de decidirse – leemos en la página 34 de la Sentencia – sobre la base de factores objetivos y preocupaciones prácticas, y no mediante formalismos”.

Las brevísimas consideraciones que anteceden no pretenden en absoluto resumir uno de los debates constitucionales más apasionantes de los últimos años. Su interés es altísimo, no sólo para cuantos nos ocupamos de los entresijos técnicos, y las dificultades políticas, de una tarea como la de la interpretación constitucional, sino para todos aquellos que tengan alguna preocupación por la salud de los derechos y libertades tradicionales – y el habeas corpus lo es en grado máximo – bajo la presión de unas circunstancias que son novedosas, por la importancia del desafío, y por la relevancia simbólica y efectiva que las decisiones adoptadas en los Estados Unidos alcanzan más allá de sus fronteras. La pretensión es más modesta: lo que queremos resaltar, al hilo de la decisión del caso Boumediene, es hasta qué punto las pre-concepciones (que dirían los partidarios de la ya-no-tan-nueva-retórica) de los jueces sobre las responsabilidades que les corresponden en el entramado constitucional, y especialmente en el presente contexto de la amenaza terrorista, influyen en la resolución de los conflictos sometidos a su consideración.

Al igual que muchas otras sentencias en las que, gracias a la caída definitiva de las ilusiones y los mitos del positivismo mecánico, nos es dado conocer a fondo los acuerdos y las discrepancias de los jueces, Boumediene es un excelente “laboratorio” para captar puntos de vista diametralmente opuestos sobre el papel de los jueces y, en último extremo, sobre el significado y las concepciones del constitucionalismo en el contexto de una situación de riesgo y amenaza para la seguridad pública como la planteada por el desafío terrorista. Se trata de puntos de vista en absoluto peculiares del contexto norteamericano, sino bastante comunes y susceptibles de detectarse en muchas de las decisiones judiciales que afectan, no importa dónde, a lo que, simplificando al máximo, podemos llamar el dilema libertad/seguridad. En torno a él se enfrentan, y van decantándose poco a poco los dos paradigmas sobre la función judicial que intentamos describir en Epígrafes sucesivos de este trabajo, valiéndonos, sobre todo, de las opiniones expresadas por los propios jueces, en el marco formal de las decisiones que dejan escritas, o fuera de ellas, esto es, en trabajos académicos o foros de debate. Primer modelo: el juez responsable y por ello deferente para con las decisiones que adoptan quienes tienen un conocimiento especializado en materia de seguridad

La opinión discrepante del juez Scalia en Boumediene es un acabado ejemplo del tipo de ideología judicial que concibe las decisiones de las ramas políticas en la guerra contra el terrorismo como una zona de no acceso para los jueces. De los nueve jueces del Tribunal Supremo, Scalia no es, sin embargo, quien viene sosteniendo de manera más rotunda la doctrina de la deferencia. El juez Thomas, que aquí se adhiere a Scalia, al igual que lo hacen Roberts y Alito, es bastante más radical. En realidad, Scalia se manifiesta en Boumediene de manera coherente con su tesis de que el habeas corpus no es una garantía de la que puedan beneficiarse presos extranjeros detenidos en el extranjero. Esa posición de fondo, que le llevó a sensu contrario, en Hamdi contra Rumsfeld, a coincidir con el muy liberal Stevens en la defensa de la idea de que un ciudadano norteamericano no podía ser tratado como un combatiente enemigo, le conduce aquí a la elaboración de un iracundo voto de desacuerdo con la mayoría cuyo punto de arranque es precisamente una descripción de las desastrosas consecuencias que, según él, va a producir en el conflicto bélico la intromisión judicial:

“América – afirma rotundamente Scalia en las primeras líneas de su opinión – está en guerra contra los radicales Islámicos”. Y continúa haciendo una somera relación de los ataques terroristas realizados contra ciudadanos e intereses norteamericanos, con su punto culminante en los del 11 de septiembre, que representan el “paisaje de fondo” de la situación actual: “Nuestras Fuerzas Armadas se encuentran hoy en el campo de batalla combatiendo contra el enemigo en Afganistán y en Irak. La pasada semana 13 de nuestros compatriotas fueron asesinados”. Se trata, cuando menos, de un tipo de observaciones llamativas en el contexto de una literatura, la judicial, que suele revestirse de un manto de distancia y frialdad analítica. Y enseguida descubre sus cartas. Si la decisión Boumediene, a largo plazo, va a cambiar poco la situación de quienes están presos en Guantánamo, en el futuro más inmediato, nos dice Scalia, lo más probable es que produzca el resultado de presos de guerra que, una vez liberados, vuelven a tomar las armas contra América, como lo demuestra la experiencia ya habida con ciertos individuos que no fueron calificados por la Justicia militar como combatientes enemigos: “su vuelta al asesinato demuestra las increíbles dificultades que reviste comprobar quién es y quién no es un combatiente enemigo en un teatro de operaciones situado en el extranjero y cuyo contexto no da pie para recolectar pruebas sometidas a las exigencias del rigor procesal”. Scalia ironiza desde las páginas iniciales de su voto con la posibilidad de que oficiales de las Fuerzas Armadas tengan que comparecer ante la jurisdicción civil para satisfacer los requisitos procesales de carácter ordinario que rodean al habeas corpus, y lo hace precisamente porque, según él, a resultas de la sentencia, “las decisiones acerca de qué hacer con los prisioneros enemigos en esta guerra van a quedar al albur de la rama del gobierno que menos sabe sobre las implicaciones del asunto en materia de seguridad nacional”.

Tomado en su conjunto, el voto de Scalia es una contundente reconstrucción de la vieja doctrina (con sólido respaldo en la jurisprudencia del Tribunal) de la deferencia judicial en los asuntos exteriores y militares, una doctrina causante de algunos de los más manifiestos excesos, errores (y ulteriores rectificaciones) que jalonan la historia constitucional norteamericana. Uno de los componentes centrales de tal doctrina es la idea de que los ataques al principio de la separación de poderes pueden venir tanto del Poder Ejecutivo como del Poder Judicial, lo que en el caso en examen, se traduce en la acusación, dirigida contra la mayoría de los jueces, de haber manipulado el alcance personal y territorial de la garantía del habeas corpus, y los límites tradicionales de la jurisdicción en la materia, “que depositan en las manos del Presidente la crucial decisión, propia de tiempos de guerra, sobre el estatus y la continuidad del confinamiento de los enemigos”. Según Scalia, el haberse separado indebidamente del precedente sentado en el caso Eisentrager no es, pues, una novedosa lectura de la cláusula sobre la suspensión del habeas del artículo I.9 de la Constitución, sino simple y llanamente un ejemplo de “exorbitante concepción de supremacía judicial”, que usa la facultad de revisión de la ley más allá de los límites en la que tal facultad se enmarca, y va en contra del original understanding de la cláusula en cuestión. Todo ello desemboca en unas líneas finales en las que Scalia resume de la manera más elocuente su postura y vuelve sobre la carga de la imposible tarea que representa para los oficiales militares comparecer ante la jurisdicción civil para acreditar mediante pruebas las razones del confinamiento de todos y cada uno de los prisioneros enemigos: “La Nación – concluye Scalia, sin añadir siquiera el usual adverbio “respetuosamente” al I dissent – lamentará lo que hoy ha decidido el Tribunal”.

El paradigma del juez cauteloso y complaciente para lo que deciden las ramas políticas en asuntos “delicados”, ha encontrado, sin duda, en la actual coyuntura de la guerra contra el terrorismo un clima ideal para expandirse y abundar en sus razones. Tiene famosos valedores, como el juez y profesor Richard Posner, autor de un par de trabajos recientes, muy combativos en esa línea: uno cuyo expresivo título es Not a Suicide Pact: The Constitution in a Time of Nacional Emergency, y otro (escrito en colaboración con Adrian Vermeule), llamado Terror in Balance: Security, Liberty and the Courts. Se trata de trabajos en los que se habla con desdén de las paranoias de los civil libertarians, y se realiza una apología de la idea de que los jueces, especialmente en tiempos de emergencia, se mantengan al margen de todo lo que tenga que ver con los asuntos militares y de inteligencia. Y también John Yoo, el famoso profesor de la Universidad de California en Berkeley y consejero de la Administración Bush, cuya contribución técnica en el diseño de la guerra contra el terror (incluidos los interrogatorios coercitivos para obtener información) pasa por ser decisiva. Los Informes de John Yoo, muchos de ellos accesibles a través de la red, deberían ocupar un lugar destacado en la historia universal de la infamia jurídica. Pero, por lo demás, los Escritos del Yoo teórico son plenamente coherentes con la idea de que los ataques del 11 de septiembre equivalen a una declaración formal de guerra, cuyo desarrollo exige profundos ajustes en el sistema constitucional; entre ellos, desde luego, y de manera destacada, el dejar de lado ciertos resabios garantistas que obligan a los jueces federales a inmiscuirse en ámbitos de decisión – los relativos a la seguridad – cuyas implicaciones no pueden conocer en su plenitud. Su trabajo Enemy Combatants and the Problem of Judicial Competente, escrito al hilo de las sentencias del Tribunal Supremo de junio de 2004, contiene una detallada elaboración de las inadecuaciones de las que, según él, adolece el Poder Judicial para habérselas con las complejidades de la guerra contra el terror; inadecuaciones y discapacidades que se manifiestan en los dos niveles, el micro y el macro, bajo los que la actuación del mismo puede ser vista.

En el nivel micro, el juez individual que conoce de un caso determinado, tiene un ámbito de decisión que se enmarca en los confines del debate procesal, por lo que raras veces llega a su alcance toda la información de la que sí disponen las otras ramas de gobierno, y que le sería necesaria para decidir con conocimiento de causa en cuestiones relacionadas con la seguridad. El propio despliegue de los procesos está además sujeto a un tempus y a unos condicionamientos que cercenan de raíz la posibilidad de una coordinación con la actividad de las otras ramas de gobierno. Y en el nivel macro, prosigue Yoo, el tipo de formación generalista del juez – que es el que se corresponde con una organización global de la Justicia Federal que también lo es – dificulta no ya el conocimiento especializado del juez individual, sino la consistencia y coherencia de decisiones que quedan al alcance de los 94 Tribunales de Circuito (con sus 667 jueces) y los 13 Tribunales de Apelaciones (con 179 jueces). Tal dispersión potencial de líneas de juicio, que la organización escalonada de la Planta judicial, con el Tribunal Supremo a la cabeza, y la regla del stare decisis atenúan, pero no eliminan, resulta, según Yoo, especialmente dañina en los asuntos exteriores y de seguridad. “La Constitución – concluye Yoo – buscó de manera deliberada, en lo que concierne a tales materias, centralizar la autoridad, para que la Nación pudiera disponer de una sola voz en las relaciones internacionales, evitando así la posibilidad de que otras Naciones pudieran verse favorecidas por el desorden que había sido característico de los artículos de la Confederación”.

En esa alabanza de la one single voice in international relations está condensada la ideología constitucional de quienes piensan que la expediency del presidente y su camarilla es el mejor instrumento para hacer frente a unos tiempos que no admiten las maniobras retardadoras, y los legalismos, a los que habitualmente se entregan los tribunales de justicia, verdaderos campeones en el arte de eludir los problemas que verdaderamente importan. Se trata de una forma de ver las cosas que cuenta, como decimos, con abundantes adeptos entre la “gente corriente”, los políticos, la academia…Y ciertos jueces, convencidos de que hay una “Constitución de la Seguridad Nacional” que exige un entendimiento de la función del juez incompatible con las intromisiones en ciertos ámbitos de decisión que aparecen como esencialmente políticos (en el sentido schmittiano), y cuyas puertas el juez no debe traspasar.

El modelo del juez dedicado a la interpretación “técnica” del Derecho y alérgico a las contaminaciones procedentes de la pasión política – que en los Estados Unidos aparece a menudo bajo la especie del “originalista” en materia de interpretación de la Constitución – aparece reforzado por los “asaltos” teóricos contra el excesivo protagonismo de los tribunales en la decisión de ciertos asuntos. Pero las tomas de postura contra la revisión judicial de la ley (Waldron), o los argumentos dirigidos a cuestionar el hecho de que los tribunales sean el foro por excelencia de la interpretación constitucional (Tushnet) tienden a olvidar las enseñanzas de una tradición, pretérita y no tan pretérita, de manipulaciones y abusos del Ejecutivo, a los que los controles institucionales de la instancia política no pusieron freno. El Tribunal Supremo, por lo demás, raras veces se ha caracterizado por su audacia para remediar la falta de control en tal instancia.

Un ejemplo bien reciente de la renuncia judicial a conocer los entresijos de ciertos asuntos, respaldando de lleno el recurso por el Ejecutivo a un dudoso Privilegio constitucional, como el de la guarda de secretos de Estado, lo encontramos en las sucesivas desestimaciones de la demanda de indemnización por daños formuladas por el ciudadano alemán Khaled El- Masry, secuestrado (y mantenido preso por espacio de cinco meses), debido a un error en la identidad cometido por los agentes de la CIA durante la ejecución del infame Extraordinary Rendition Program. Una detallada información sobre los pormenores del caso puede encontrase en el brief deducido ante el Tribunal Supremo, intentando convencerle (sin éxito) para que concediera el certiorary, a solicitud de las organizaciones que actuaron en el caso como Amicus Curiae, por Dick Marty, el senador de nacionalidad suiza, autor de los dos exhaustivos Informes sobre las actividades ilegales de la CIA en suelo europeo, que fueron aprobados en su día por la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa.

Segundo modelo: el juez consciente de su función como guardián de la Constitución y de los derechos reconocidos en la misma, y baluarte contra los excesos y malas prácticas en que puedan incurrir las “ramas” políticas

En Boumediene la mirada de la mayoría sobre los cometidos garantistas del juez no tiene la carga dogmática con la que ocasionalmente se presenta en algunas decisiones muy renombradas. El argumento central se refiere simplemente a la necesidad de preservar un sistema de vinculación a la Constitución que no permite al Ejecutivo, ni a los otros poderes, determinar libremente la medida en la que ésta es aplicable por razón del ámbito de incidencia de ciertas actuaciones, ni consiente cercenar un sistema de separación de poderes en el que corresponde a los jueces decidir sobre el significado de las estipulaciones constitucionales. Una aproximación, por tanto, de carácter muy pragmático, y alumbrada por la imagen de un juez cuyo cometido como intérprete último de la Constitución incluye controlar ciertas actuaciones políticas, en la medida en que puedan poner en peligro el originario diseño constitucional de poderes separados y mutuamente controlados.

El juez Kennedy (nombrado en los tiempos de la presidencia Reagan, y cuyas posiciones oscilantes entre un bando ideológico u otro son a menudo la clave para la formación de las opiniones mayoritarias del tribunal) considera aquí, como ponente de la mayoría, que la estrategia puesta en pie por el Gobierno para hacer de Guantánamo un lugar de aplicación de la Constitución a conveniencia, por ausencia de vínculo formal de soberanía norteamericana, es inconsistente y falaz. Si aceptáramos un planteamiento como ése, escribe Kennedy, “las ramas políticas del gobierno tendrían a su disposición la posibilidad de gobernar sin limitaciones legales”. Y prosigue: “Abstenerse de entrar en el fondo de asuntos que tengan que ver con el ejercicio de la soberanía formal o con la gobernanza territorial es una cosa; pero dejar que las ramas políticas dispongan del poder de decidir cuándo rige la Constitución, o cuándo no, es otra bien distinta. Lo primero refleja el reconocimiento de este Tribunal de que ciertos asuntos, que exigen juicios de carácter político, es mejor dejarlos en manos de las ramas políticas. Lo segundo, en cambio, supondría respaldar una manifiesta anomalía de nuestro esquema tripartito de gobierno, dando lugar a un sistema en el que correspondería al Presidente y al Congreso, y no a este Tribunal, decidir el significado de la ley” (p. 36 de la Sentencia, con remisión expresa a Marbury contra Madison).

La opinión mayoritaria se aparta del precedente Eisentrager, de un lado, porque en aquella ocasión no estaba en disputa la condición de “combatientes enemigos” de los detenidos y, de otro, porque una comparación entre el contenido de las garantías otorgadas entonces a los detenidos para hacer valer sus derechos ante el Tribunal, y las reconocidas ahora a los mismos efectos ante las Comisiones Militares (restricciones en la aportación de pruebas y presunción de validez de las invocadas por el Gobierno, entre otras) dejan a estas últimas “bien lejos de las exigencias procesales de limpieza e igualdad de armas que harían innecesaria la revisión mediante el procedimiento ordinario de habeas corpus”.

De manera muy acertada, la mayoría de los jueces del tribunal consideran, pues, que la historia no aporta conclusiones que permitan al Congreso eludir sus obligaciones constitucionales en punto a la hipotética suspensión de la cláusula del habeas corpus, entre otras cosas “debido a las peculiaridades de un ‘conflicto’ (sic) que, medido desde el 11 de septiembre de 2001, hasta nuestros días, se encuentra ya entre las guerras más duraderas de la historia norteamericana” (p. 41 de la Sentencia). Y la misma falta de precedentes concretos se acusa en lo relativo a un posible contenido aminorado de la garantía constitucional del habeas que pudiera considerarse adecuado para los detenidos en Guantánamo.

La necesidad de dar respuesta a una situación de hecho que se presenta como novedosa, combinada con un entendimiento generoso y sustantivo de significado del procedimiento de habeas corpus como una garantía contra los abusos y la posibilidad de errores in iudicando, así como un baluarte para la efectividad del principio de la separación de poderes, llevan al Tribunal a una declaración de inconstitucionalidad parcial de la Ley sobre las Comisiones Militares, que la doctrina de la constitutional avoidance – esto es, la de apurar las posibilidades interpretativas del texto antes de llegar a la declaración de inconstitucionalidad – no puede aquí evitar, habida cuenta de las limitaciones sustanciales ante las que igualmente se encuentra, por obra de la ley, el Tribunal encargado de revisar las decisiones adoptadas por las Comisiones Militares (páginas 58 y siguientes de la Sentencia).

Hasta aquí un apretado resumen de la opinión mayoritaria, a la que no podríamos sino adscribir plenamente al segundo de los paradigmas en la forma de “mirar” las responsabilidades del juez en el contexto de un sistema constitucional acosado por la amenaza terrorista. Las primeras líneas de la página 64 de la Sentencia concluyen con una tajante declaración de inconstitucionalidad. Pero entre las páginas 64 y 70 del texto de la Sentencia, en la que termina la opinión de la mayoría, ésta se embarca en una serie de consideraciones situadas a medio camino entre los deseos de reafirmar los cometidos del juez y los de atemperar en la práctica las consecuencias de la decisión judicial, dadas las circunstancias excepcionales de la guerra contra el terrorismo. El Tribunal inicia su excursus dando una especie de voto de confianza al Gobierno y al Congreso para que, a la vista de la declaración de inconstitucionalidad realizada en la sentencia, se esfuercen por encontrar el modo más adecuado para satisfacer lo exigido en ella. “Tratándose de casos que afectan a extranjeros detenidos en el extranjero por el Ejecutivo – leemos en la página 65 – la exigencia de que el habeas corpus estuviera a disposición de ellos desde el mismo momento en el que comienza la detención, equivaldría a una intromisión sin precedentes del Poder Judicial, y carente además de sentido de la realidad”. De ahí, prosigue el voto de la mayoría, se deduce la necesidad de que el Ejecutivo pueda disponer de un período razonable de tiempo para determinar el estatus concreto de cada detenido, antes de que cualquier tribunal intervenga por la vía de una solicitud de habeas corpus. Y precisamente toda la “ingeniería jurídica” diseñada por el Congreso y el Presidente (en esencia, Comisiones Militares que emiten un juicio preliminar sobre la condición de combatiente enemigo, con posibilidad de que dicho juicio preliminar sea objeto de apelación ante el Tribunal de Circuito de Columbia) es la que permite satisfacer dicha necesidad: “Excepto en aquellos casos en los que se incurra en dilación indebida, los tribunales federales deberían abstenerse de entrar a conocer una solicitud de habeas corpus, al menos hasta que el Departamento (de Defensa) no haya tenido la oportunidad, a través de las Comisiones Militares, de decidir sobre la condición del detenido” (páginas 66-67).

En resumen, el Tribunal Supremo declara la inconstitucionalidad de la proscripción genérica del procedimiento ordinario de habeas corpus para los detenidos de Guantánamo, pero al mismo tiempo sostiene y reafirma la constitucionalidad del sistema en su conjunto. La posibilidad misma de conciliar una cosa con la otra es algo que dependerá de la voluntad reformadora de quienes tienen la competencia para promover las leyes y aprobarlas. Por lo pronto, la mayoría del Tribunal Supremo da otra vuelta de tuerca en el sentido garantista, pero como es consciente de las enormes implicaciones que puede alcanzar la dispersión de intervenciones de jueces ordinarios al conocer sobre las solicitudes de habeas corpus de los detenidos, la última parte de la opinión mayoritaria es una encendida defensa de la pertinencia de un sistema que opta por la concentración de la competencia revisoria (en el Tribunal de Apelación del Circuito de Columbia), en aras de la adecuada protección de las fuentes y los métodos de recolecta de información. La mayoría no se refrena en esto de cambiar su tono más pragmático, deslizándose por el camino de una pedagogía judicial que, no por conocida y orientada hacia el polo libertad del dilema, deja de sonar menos altisonante: “Quienes tienen la responsabilidad de velar por el día a día de nuestra seguridad, pueden considerar completamente desfasado y ajeno a nuestras preocupaciones actuales el discurso judicial sobre la historia de la ley de habeas corpus de 1679 (…). Remoto en el tiempo puede ser, pero irrelevante para nuestro presente, no. Nuestra seguridad depende del funcionamiento de un sofisticado aparato de información y de la habilidad de nuestras Fuerzas Armadas para actuar e impedir. Pero otras consideraciones son también pertinentes. La seguridad sólo puede subsistir si permanece fiel a los principios fundamentales en materia de libertad. Y entre ellos ocupa un lugar prominente la libertad frente a la privación arbitraria e ilícita de la libertad personal, asegurada mediante el compromiso con el principio de la separación de poderes (…).

Y la mayoría concluye con una pertinente invitación, dirigida (una vez más) a las political branches para que prosigan la búsqueda del adecuado equilibrio: “Debido a que los conflictos militares que nuestra Nación padeció en el pasado tuvieron una duración limitada, fue posible dejar sin definir los límites últimos del poder en tiempos de guerra. Pero si, como algunos temen, el terrorismo persiste como grave amenaza en los años venideros, el Tribunal no puede a permitirse ese lujo (…). Las ramas políticas, consecuentes con su obligación de interpretar de forma independiente, y sostener, la Constitución, pueden también embarcarse en un genuino debate sobre la manera mejor de defender nuestros valores constitucionales al mismo tiempo que protegen a la Nación contra el terrorismo (…). Las leyes y la Constitución están pensadas para sobrevivir y permanecer vigentes en tiempos de emergencia. La libertad y la seguridad pueden convivir; y en nuestro sistema conviven en el marco de la ley” (páginas 69 y 70 de la sentencia).

Es un tipo de prosa judicial característico de bastantes jueces norteamericanos, apegados a la concepción de la Constitución como un largo camino común en libertad, que ellos mismos, con sus resoluciones, ayudan a recorrer. Y debido a su espíritu moderado y acomodaticio está, desde luego, bastante lejos del tono visceral y apodíctico empleado a veces en ciertos votos discrepantes, o en algunas decisiones de altos Tribunales de otros países, que pueden considerarse ya como de referencia en esta historia del conflicto libertad/seguridad en la que estamos inmersos.

Entre ellas, una muy conocida es la adoptada por la Cámara de los Lores del Reino Unido, en diciembre de 2004, anulando una disposición de la Ley antiterrorista de 2001 que permitía la detención por tiempo indeterminado de aquellos extranjeros calificados, mediante certificación del Secretario de Estado, como sospechosos de colaborar con el terrorismo. Este medio de combatir el terrorismo, debido a su problemático encaje en el sistema de los derechos previsto en el Convenio Europeo (incorporado formalmente al derecho interno del Reino Unido con la Human Rights Act de 1998) fue precedido de una Ordenanza de derogación del artículo 5.1 del Convenio, invocando la cláusula de “guerra o de otro peligro público que amenace la vida de la Nación” del artículo 15.1 del mismo Convenio. La decisión de los Lores tenía, pues, como objeto la proporcionalidad o falta de ella de una medida como la incluida en la legislación antiterrorista y, en definitiva, el ajuste o desacierto de la consideración del terrorismo como una amenaza para la vida de la Nación, a los efectos del artículo 15. En A y otros contra el Secretario de Estado de Interior (comúnmente conocida como la decisión Belmarsh por el nombre de la prisión donde se hallaban recluidos los litigantes), ocho de los nueve Law Lords decidieron que la medida no estaba justificada. Toda la sentencia es una contribución al debate de siempre: el de las razones que sustentan las potestades del juez para afectar el fondo de apreciaciones políticas. E incluye una vigorosa defensa de la función del juez independiente como una de los rasgos esenciales del edificio democrático, universalmente reconocido (Lord Bingham), y alguna “perla” muy citada como la de Lord Hoffman, en la que se sostiene que la verdadera amenaza para la vida de la Nación proviene de quienes, al diseñar los modos de combatir el terrorismo, no consideran las limitaciones inherentes al Estado de Derecho: “esta es una nación que ha sido puesta a prueba en la adversidad, que ha sobrevivido a la destrucción física y a una pérdida catastrófica de vidas . No subestimo la capacidad de matar y destruir de los grupos terroristas fanáticos, pero éstos no amenazan la vida de la Nación. Podían caber dudas sobre si sobreviviríamos a Hitler, pero no hay duda de que sobreviviremos a Al-Qaeda. El pueblo español no ha dicho que lo que sucedió en Madrid, pese a lo espantoso del crimen, amenazara la vida de la nación. Su legendario orgullo no lo permitiría. La violencia terrorista, por muy grave que sea, no amenaza las instituciones de gobierno ni nuestra existencia como comunidad civil” (Párrafo 96 de la sentencia).

Tras los atentados de Londres, en julio de 2005, esta decisión y particularmente alguno de sus pasajes, desataron una auténtica tormenta constitucional, con acusaciones contra los jueces-habitantes de torres de marfil e incapaces de entender las preocupaciones comunes de la gente, y pintorescas amenazas (“Las reglas del juego han cambiado”) y conatos de iniciativas gubernamentales para “orientar” a los jueces sobre la manera ortodoxa de interpretar la ley. La “mirada” de los Lores al paisaje de fondo de la cláusula de emergencia del Convenio Europeo, junto a las sentencias del TS de Estados Unidos de junio de 2004, y otras dictadas ese mismo año por el Tribunal Supremo de Israel sobre el muro y otras restricciones impuestas a la población civil de los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania, ha servido para el ensayo, por parte de un reputado constitucionalista norteamericano, Michel Rosenfeld, de una tipología de aproximaciones judiciales a las medidas anti-terroristas, según diferentes paradigmas: el de un Derecho de guerra, basado en la excepción, el de un Derecho Penal, basado en la normalidad, y el de un Derecho propio de tiempos de tensión, que es, según él, el apropiado para decidir la medida hasta la que puede llegar la ponderación judicial en materia de lucha contra el terrorismo. Rosenfeld no asocia tales paradigmas con sentencias o decisiones concretas; más bien se esfuerza por mostrar cómo se amalgaman dentro de una misma sentencia y, a veces dentro de un mismo razonamiento, los dos paradigmas, el de la excepción o el de la normalidad, que conducen, según él, a inclinar demasiado la balanza a uno u otro de los lados, el de la seguridad (bajo el de la excepción), o el de la libertad (bajo el de la normalidad). Pero tanto en el planteamiento (“¿Es apropiada la ponderación judicial en la lucha contra el terrorismo”), como en el esfuerzo taxonómico que contiene, y en la conclusión, el trabajo nos parece fallido. Rosenfeld descalifica unos supuestos excesos en la ponderación judicial (que no acaba uno de ver en las decisiones por él analizadas) y propugna, bajo el paradigma “guerra contra el terrorismo, un protagonismo de los legisladores, cuya incompatibilidad con el recto entendimiento de la función del juez en un Estado constitucional tampoco se ve por lado alguno.

Si se trata de de buscar ajustes y proponer acomodos, en lugar de dirigir el dardo contra la figura de los supuestos jueces ultra vires, nos parece mucho más atinada una propuesta como la formulada por Ackerman en Before the Next Attack. Ackerman construye su propuesta de una Constitución de la Emergencia, sobre la base de un par de negaciones: la amenaza terrorista no equivale a una situación de guerra, ni responde a las características de los desafíos de la criminalidad común. Es, propiamente, una situación de emergencia, que requiere previsión de formalidades constitucionales por si sucede lo peor. La receta Ackerman trata sobre lo que debería hacer el legislador con el fin de descartar razonablemente del horizonte constitucional aquellas respuestas de tipo emocional que suelen concretarse en excesos y errores. Pero no contiene entre sus ingredientes ninguna llamada a la mesura o a la prudencia del juez; al contrario, lama a la responsabilidad del juez para sostener la Constitución de la excepción, si llega el caso, y para desempeñar en el contexto de ella las relevantes funciones de control de la legalidad que se le asignan. En sus palabras, “aunque (bajo la Constitución de la excepción) se confiere el poder operativo al ejecutivo, se asigna tanto al Congreso como a los jueces un papel decisivo en el debate acerca de los usos y abusos del poder de excepción y sobre la necesidad de prorrogarlo. Al separar el poder de administrar el estado de excepción de la facultad de supervisar el ejercicio que se haga de tal poder, se introducen frenos y contrapesos en la situación de excepción, lo que garantiza que tanto el líder como los ciudadanos de a pie tengan una idea más clara de lo que está pasando. Los subordinados dejarán de pensar que la mejor forma de proteger sus intereses es ocultar al presiente las verdades más molestas, porque a la postre acabarán sabiéndose, gracias a las comisiones de control parlamentario y al carácter público de las vistas judiciales en las que los detenidos denuncien las presuntas violaciones de sus derechos”.

Lamentablemente, se trata de un cuadro que parece destinado a ser contemplado más desde los muros del debate académico que desde los del debate público reclamado a los actores políticos en cierto pasaje de Boumediene. Pero es, en todo caso, una meditada propuesta que, en punto a la importancia del marco normativo (y, en definitiva, a las potestades del juez), no está lejos de otro muy citado dictum de un conocidísimo magistrado que, durante su desempeño como presidente del Tribunal Supremo de Israel, tuvo que habérselas con el dilema libertad/seguridad en circunstancias bien dramáticas y bajo la máxima presión. Me refiero, como se adivina a Aharon Barak, quien en un caso fallado en 2006 por el Tribunal que él presidía dejó escrito lo que sigue a continuación: “Es cuando rugen los cañones cuando más necesitados estamos particularmente del Derecho. Cualquier lucha llevada a cabo por el Estado, ya sea contra el terrorismo o contra otro enemigo, debe caer bajo las reglas y en aplicación del Derecho. Siempre habrá una legislación que el Estado habrá de cumplir. No hay agujeros negros (…). Y la razón que subyace a esta aproximación no es solamente una consecuencia práctica de la realidad política y normativa. Sus raíces son mucho más profundas. Se trata de la expresión de la diferencia entre un Estado democrático que lucha por sobrevivir, y el combate de los terroristas que se alzan contra él. El Estado combate en nombre del Derecho y del respeto del Derecho. Los terroristas combaten el Derecho vulnerándolo. La guerra contra el terrorismo es igualmente una guerra sostenida por el Derecho contra quienes lo combaten”.

Conclusión

Quien busque en el texto de las sentencias justificaciones teóricas para sustentar uno u otro de los papeles del juez que venimos contraponiendo, el del juez deferente para con las razones del poder político en los asuntos que suelen denominarse “sensibles” – y los que afectan a la llamada guerra contra el terrorismo suelen tener siempre algún componente de tal naturaleza – y el del juez guardián de los derechos y vigilante de los poderes políticos, es probable que encuentre mayor abundancia de argumentos dentro del segundo grupo. La razón de ello tiene un componente histórico y un componente lógico.

Por tradición histórica, el juez está acostumbrado a concebir la interpretación del Derecho como una abstracción que planea sobre la realidad del conflicto cuya resolución se le pide, y cuyos pormenores sólo se incorporan al razonamiento una vez que el juez ha desvelado el significado de las normas con los instrumentos de la hermenéutica tradicional. Es una forma de “inmunizar” el egregio cometido de dispensar iuris- prudentia frente a las contaminaciones y los juegos sucios de la política práctica, que cuenta con más (a veces) inconscientes sostenedores de los que podríamos sospechar. Bajo tales presupuestos es mucho más sencillo montar una estrategia de silencios y exclusiones, parapetada tras la asepsia de las interpretaciones jurídicas, que desbordar ciertos confines que inevitablemente conducen hacia el coladero de las argumentaciones de cariz político. En toda decisión judicial subyace un pacto – o la autoimposición de un límite – relativo al punto hasta el que se quiere llegar, como lo explica muy bien, en la doctrina norteamericana, Cass Sunstein en sus escritos sobre los Acuerdos Teóricos Incompletos. Es verdad que la interpretación constitucional “empuja” inevitablemente a alcanzar en la resolución de los problemas unos niveles de abstracción que casan mal con el modus operandi de la hermenéutica tradicional. Quizás por eso en los Estados Unidos, la operación de neutralización de la pasión política en sede judicial cobra la especie de una abstracción llevada hasta el paroxismo: el originalismo pretende nada menos que rendir tributo una supuesta intent de quienes escribieron el texto con la pretensión de alzarla como barrera contra el intento de dirimir en sede judicial los desacuerdos que, según los adeptos de tal doctrina, son propios de la arena política.

En cierto sentido, el constitucionalismo de nuestros días ha dejado ya resuelto de qué lado del tejado tiene que caer la pelota: quien preconiza el abstencionismo judicial y la deferencia tiene que justificarlo no menos que quien postula (¡incluso invocando el Derecho Comparado!) el activismo en defensa de los derechos. Pero aparte de la inercia histórica, que algún peso tiene, la razón lógica del mayor arsenal de razones que suelen expresar quienes se encuadran en el segundo de los modelos descritos, es tan simple como la idea de que el no hacer nada no requiere tanta justificación como el decidir hacer. El abstencionismo judicial significa business as usual; no hay correctivo, sino confirmación y reforzamiento de un línea de conducta. Decidir hacer, en cambio, significa innovar, establecer límites, hacer de la sentencia un componente en ocasiones decisivo de los problemas sobre los que recae la decisión judicial, con consecuencias además cuya gestión no es de la incumbencia de quienes deciden.

No es de extrañar que una de las reglas de oro relativas a la interpretación de la Constitución sea el no desentenderse de sus resultados, lo que explica la abundancia de razonamientos prospectivos o especulativos que encontramos muy a menudo en las decisiones de la jurisdicción constitucional. En el caso Boumediene, al igual que en las decisión Hamdam, o en las tres que inauguraron la saga, en 2004, abundan desde luego las justificaciones y las consideraciones de alcance práctico que relativizan (y hasta ningunean), los componentes más innovadores de las mismas. De manera paradigmática, el voto concurrente de Souter (al que se adhieren Ginsburg y Breyer) es todo un modelo de irónica constatación de que los litigios relacionados con Guantánamo, lejos de haber producido una victoria de la rama judicial sobre las ramas políticas, como pretende el sector más conservador del Tribunal, han sido de escasa valía para muchos prisioneros que llevan allí recluidos más de seis años sin haberse beneficiado aún de una revisión judicial sobre su situación de la suficiente calidad. La sentencia, dice Souter, es tan sólo “un ejercicio de perseverancia para intentar hacer del habeas, y de la obligación de los tribunales de dispensarlo, algo provisto de algún significado para los prisioneros y para la Nación”.

La disidencia del presidente Roberts (al que se suman Scalia, Thomas y Alito) es, en cambio, un ejercicio de realismo pero de signo inverso. Contiene un repertorio de las dificultades prácticas (¿cómo dar cumplimiento en Basora a un mandamiento judicial?) y los males (acceso por los detenidos a material clasificado) que se le avecinan a la Nación como consecuencia de haber sentado las bases para que los jueces de Distrito puedan entrometerse en cuestiones relacionadas con los asuntos exteriores y la seguridad nacional (All that today’s opinión has done is shift responsibility for those sensitive foreinn policy and nacional security decisions from the elected branches to the Federal Judiciary).

Más allá de la retórica grandilocuente sobre el principio de la separación de los poderes y el lugar de cada uno de ellos, las disidencias citadas ponen de relieve, desde dos formas contrapuestas de ver las cosas, todas las limitaciones inherentes a la decisión judicial. Al juez se le pide una respuesta razonada para una cuestión concreta (¿respeta la garantía constitucional del habeas corpus el sistema de revisión judicial estatuido ad hoc por el legislador para los detenidos en Guantánamo?), pero la que pueda dar nunca cercenará, como parecen hacernos creer los maximalistas del nacional seguritismo, la responsabilidad de aquellos que obtienen la confianza de los electores para gobernar en el marco de las reglas del juego, y con las limitaciones, que establece la Constitución

. Boumediene contiene pocas novedades con respecto a la saga de los casos decididos por el Tribunal Supremo, sobre el trato que merecen los detenidos de la guerra contra el terrorismo. No da pie para celebrar el triunfo de las causa de las garantías, ni supone, por supuesto, una merma para las posibilidades de que los Estados Unidos puedan dar algún día por ganada esa supuesta “guerra”. De hecho, ninguno de los casos de la saga dicen nada distinto a lo que ha sido la respuesta tradicional, medida a largo plazo, del Tribunal Supremo norteamericano al interrogante último y decisivo, esto es, la medida en que una situación pretendidamente bélica afecta al diseño constitucional establecido por los Founders. Un tipo de respuesta que elude de propósito los planteamientos del tipo “aquí no pasa nada”, o bien “inter arma silent leges”, y se decanta sin estridencias hacia lo que algunos llaman un “minimalismo judicial”, compuesto por tres ideas básicas: a) la de que el Ejecutivo necesita la autorización del Congreso para ejercer sus poderes de guerra; b) la de que la Constitución garantiza el acceso a los tribunales de todos aquellos a quienes el Ejecutivo haya detenido; y c) la de que, por razones de tipo práctico, es preferible que las decisiones judiciales no se embarquen en consideraciones innecesarias para la resolución de los casos, estableciendo para el futuro limitaciones o pautas de conducta que no sean claramente deducibles de la Constitución.

NOTA BIBLIOGRÁFICA

Un par de buenos comentarios sobre las decisiones del Tribunal Supremo de junio de 2004 son los de Ronald Dworkin, “What the Court Really Said”, New York Review of Books, vol 51, nº 13 (2004) (hay versión en castellano en Claves de Razón Práctica), y Owen Fiss, “The War Against Terrorism and the Rule of Law”, Oxford Journal of Legal Studies, vol. 26, nº 2 (2006).

En relación con el caso Hamdam contra Rumsfeld y los avatares de la regulación legislativa relacionada con los presos de Guantánamo y sus garantías, hasta desembocar en le decisión Boumediene, puede verse David Franklin, “Enemy Combatants and the Jurisdictional Fact Doctrine”, Cardozo Law Review, vol. 29, nº 3 (2008).

Las referencias completas de los trabajos citados en el texto de Richard Posner, y de éste, junto a Adrian Vermeule, son: R. Posner, Not a Suicide Pact: The Constitution in a Time of Nacional Emergency, Nueva York, Oxford University Press, 2006; R. Posner y A. Vermeule, Terror in the Balance: Security, Liberty and the Courts, Nueva York, Oxford University Press, 2007. Una discusión sumamente crítica hacia los planteamientos de Posner y Vermeule, en los trabajos de Stephen Reinhardt (que es juez del Tribunal de Apelación del Noveno Circuito), “Weakening the Bill of Rights: a Victory for Terrorism”, Michigan Law Review, vol. 106 (2008), y Mark S. Davies, “Quotidian Judges vs. Al-Qaeda”, Michigan Law Review, vol. 105 (2007). Las posiciones del consejero de Bush y profesor en Berkeley, Jon Yoo, pueden verse en el trabajo que cito en el texto: “Enemy Combatants and the Problem of Judicial Competence”, disponible en http://media.hoover.org/documents/0817946225_69.pdf. El Informe sobre los interrogatorios coercitivos está disponible en “www.boingboing.net/2008/04/02/declassified-memo-au.html” .

Sobre los elementos que integran la llamada “Constitución de la Seguridad Nacional” continúa siendo de enorme utilidad el libro de Harold Hongju Koh, The National Security Constitution, New Haven, Yale University Press, 1990.

Las referencias a Waldron y a Tushnet, a propósito de las posiciones contrarias a la judicial review, aluden, respectivamente, a sus trabajos “The Core of the Case Against Judicial Review”, Yale Law Journal, vol. 115, nº 6 (2006), y Taking the Constitution Away from the Courts, Princeton, Princeton University Press, 1999.

El brief de Dick Marty a petición de las asociaciones que actuaron como amicus curiae ante el Tribunal Supremo en el caso El-Masry está accesible a través de www.libertysecurity.org/article1608.html. En general, sobre el privilegio de la guarda de secretos de Estado, remito a mi libro El Imperio de la Política, Barcelona, Ariel, 1995, y más recientemente al de Christopher Yamaoka, “The State Secrets Privilege: What’s Wrong With It, How It Got That Way, and How the Courts Can Fix It”, Hastings Constitutional Law Quarterly, vol. 35, nº 1 (2007). La decisión del caso El-Masry por el tribunal de Apelación del cuarto Circuito está además disponible en “mhtml:file://E:/479 F_3d 296 EL MASRY.mht”

Un comentario del caso británico de 2004 al que se alude en el texto en A. Tomkins, “Readings of A v Secretary of State for the Home Department”, Public Law, 259 (2005). Comenta críticamente la reacción contra los jueces a raíz de los atentados de Londres, José Antonio Martín Pallín, “Los habitantes de las torres de marfil”, El País, 17 de septiembre de 2005.

El trabajo de Michel Rosenfeld se llama “¿Es apropiada la ponderación judicial en la lucha contra el terrorismo? Contrastando tiempos normales, emergencias y tiempos de tensión”. Está disponible en la página web del Real Instituto Elcano. Y el libro de Ackerman, traducido al español (y con un interesante epílogo) por Agustín Menéndez es Antes de que nos ataquen de nuevo. La defensa de las libertades en tiempos de terrorismo; Barcelona, Península, 2007

En relación con Aharon Barak, que es seguramente uno de los jueces más conocidos a escala planetaria, es de gran interés su trabajo “The Role of a Supreme Court in a Democracy and the Fight Against Terrorism”, Hong Kong Law Journal, vol. 35, nº 2 (2005), así como más recientemente su libro The Judge in a Democracy, Princeton, Princeton University Press, 2006. Una posición bien contraria al activismo propugnado por Barak se encuentra, por cierto, en el artículo del juez Richard Posner “Enlightened Despot”, The New Republic, 29 de abril de 2007

Desde la perspectiva norteamericana, tratando sobre la persistencia del mito del juez que decide sin mezclarse en política, es muy interesante el trabajo de Erwin Chemerinsky, “Seeing the Emperor’s Clothes: Recognizing the Reality of Constitucional decisión Making”, Boston University Law Review, vol. 86 (2006).

De Cass Sunstein, por último, aparecen en el texto un par de referencias: una explícita, a los Acuerdos Teóricos Incompletos, que está desarrollada en su libro Legal Reasoning and Political Conflict, Nueva York, Oxford University Press, 1996; y la otra implícita en la llamada que realizo en el párrafo final del trabajo al “minimalismo judicial”. Se trata de un argumento sólidamente desarrollado por Sunstein en su trabajo “Minimalism at War”, Working Paper de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago (John M. Olin Program in Law and Economics), disponible en “http://www.law.uchicago.edu/Lawecon/index.html